Horacio Bustamante
La experiencia que adquirí en mis años como miembro del Consejo Ejecutivo de la Unesco, además de embajador de Panamá ante esa organización, me dan algo de autoridad, para agregar algunos comentarios al tema de la restauración de la Catedral de Panamá Viejo. Es incomprensible el poco interés demostrado por los gobiernos, ante un símbolo histórico que se estaba derrumbando. Recuerdo que propuse la instalación en los alrededores de la torre de un sistema de "sonido y luz", como existía en los monumentos de Europa. Acudí al Palacio de Versalles, en Francia, para informarme de cómo se realizaba esa maravilla. Encontré en Panamá a la empresa dispuesta a financiar el proyecto. Pero cuando expuse la idea al Inac, a los encargados de entonces no les interesó y el proyecto murió en la más increíble indiferencia.
Las piedras de las ruinas desaparecían a montones en manos de los vándalos. No se hacía nada para evitar construcciones o el paso de vehículos pesados, cuya vibración debilitaba las bases de la torre. No se tomaban medidas para evitar que la erosión abriera heridas. Esa torre sagrada ¿no era acaso digna de cuidados, siendo la víctima de una espantosa tragedia en un barrio que un día pertenecería a nuestro propio y hermoso país? No fue sino hasta en 1999, cuando un grupo de entusiastas patriotas, entre ellos las autoridades del Inac, aprobaron el plan maestro. Luego otro grupo de personalidades panameñas decidió poner manos a la obra que había esperado por siglos. Se realizaron trabajos importantes de excavación y reparación de los muros. Sin embargo, para la magna obra no había dinero. Eso no descorazonó al patronato que, reuniendo los escasos recursos que tenía, emprendió la gigantesca tarea.
Pese a que las arcas del Estado estaban llenas de dinero acumulado en el Tesoro Nacional, procedentes de los ingresos que produce el Canal, el Gobierno no ofreció asumir la totalidad del presupuesto necesario para salvar el símbolo de nuestra patria: el emblemático monumento conocido en el mundo entero, el que se mantuvo erguido entre el fuego, el horror y la muerte para representarnos a lo largo de los siglos. Y, con escasos fondos, el patronato inició la difícil restauración. Felizmente hubo aportes bancarios y de clubes privados que facilitaron la obra. Pero en esa difícil restauración que debía conducirnos a contemplar de nuevo la belleza que poseía la catedral antes que desembarcara el pirata Morgan (trabajos que costaría más de medio millón de dólares), hubo algo importante que no se tuvo en cuenta.
Tras leer las explicaciones que se han dado en sendos artículos sobre la restauración de la torre, reitero que un conjunto histórico que se restaura, como muchos en los que ha intervenido la Unesco, no puede perder su carácter, su belleza original; es decir, su estética histórica. Los agregados modernos, aunque sea por seguridad u otros motivos, no tienen razón de ser en una época en que la tecnología en la construcción es capaz de evitarlos, superando cualquier dificultad. En una restauración, aunque es obvio que se usan materiales nuevos, hay que conservar la apariencia antigua. Es el caso de la restauración de cuadros que han sido retocados con productos modernos. ¿Quién puede negar, objetivamente, que la escalera con la que se topan los ojos de los visitantes al llegar frente a la entrada de la torre de Panamá Viejo no tiene nada que ver con el monumento y distorsiona su estética? Los escalones y las plataformas de madera –hechos con materiales perecederos en comparación con los de piedra que duran siglos– serán muy confortables, como lo son también tantas escaleras comunes que usamos en cualquier edificio moderno de nuestra capital.
La torre tenía que aparecer hermosa y solemne, casi como fue en sus años dorados. La escalera, para que los visitantes subieran al fantástico mirador, tenía que ser de caracol como la diseñada por los constructores coloniales. Lo que me extraña es que en los artículos ni siquiera se menciona esa posibilidad ni se dan las razones por las que no se consideró. Su construcción no era difícil, como dije en mi artículo anterior. Utilizando los pedazos de mampostería esparcidos en la zona y ladrillos se habría podido erigir el foso con un amplio diámetro contra una faz externa de la torre, o también por dentro, considerando los 40 metros cuadrados de espacio existente en el interior. El foso hubiera tenido suficiente ancho, con ventanas en sus muros, y una escalera con descansos. ¿Qué razón material, técnica, arquitectónica u otra hizo descartar la más lógica solución? ¿Por qué era necesario que la seguridad del monumento dependiera tanto del foso de una escalera de caracol? Debieron considerarse como dos proyectos independientes, aunque fueran juntos. La torre tenía que ser reforzada con los métodos que se aplican en edificios mucho más altos, lo mismo el foso y la escalera de caracol.
¿Por qué había que consultar a medio mundo, cuando nuestros experimentados arquitectos, ingenieros, historiadores y excelentes obreros, que han participado en la obra actual, eran capaces de realizar ambos trabajos con indiscutible solidez y seguridad. Creo que en detrimento de la estética del monumento se tuvo más en cuenta la instalación de una estructura de madera y acero, de dudosa duración. Lo extraño es que parece que lo que se construyó hace 400 años, no podemos reproducirlo en el siglo XXI.
La Unesco, experta en esta materia, ha hecho restauraciones similares sin dificultad. Y supongo que la Agencia Española de Cooperación –cuya intervención fue muy valiosa– ha de tener ejemplos en su historial. Se dice que el proyecto se difundió por los medios de comunicación, conferencias, giras infantiles e internet, alabando sus indiscutibles cualidades, pero poniendo al auditorio sin otra alternativa y ante un hecho consumado.
Se calcula que más de 60 mil personas visitaron el monumento en los primeros tiempos de su restauración, pero ¿se hizo alguna encuesta? ¿cuáles fueron las opiniones? Varias veces y días enteros permanecí en la torre antes de permitirme escribir mi opinión, interrogando a nacionales y extranjeros. Hubo comentarios favorables, otros indiferentes, y muchos demasiados críticos –que me dolieron como panameño– por el contraste entre lo antiguo con lo moderno, que afea la entrada al monumento nacional.
No todo está perdido. Más pronto de lo que se piensa será necesario hacer nuevos trabajos de restauración. Puede ser que entonces se construya esa hermosa escalera de caracol y reviva el monumento que existió antes del año fatal, 1671.
Por último, si como se ha dicho, la Unesco recomendó la realización de actos culturales, artísticos y sociales en lugares que son patrimonio mundial de la humanidad, eso no quiere decir que en el atrio de nuestra catedral, con su trágico pasado, se puedan hacer banquetes y fiestas musicales, donde ciertos excesos son inevitables.
El autor fue miembro del Consejo Ejecutivo de la Unesco
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