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En la ceremonia del pasado viernes 6, en el Ministerio de Gobierno, el imprescindible Dilio Arcia –hoy ministro de Gobierno, ayer ministro de la Presidencia, ex magistrado de la Corte Suprema, entre otros puestos burocráticos–, no señaló de forma específica el término “perdón”, en el caso de una de las más de 180 desapariciones y asesinatos políticos ocurridos en Panamá, desde el viernes 11 de octubre de 1968, hasta al menos el año 1973.
Lo que vino después de esa fecha en materia de asesinatos políticos fue, simplemente maldad y error, de los beneficiarios de aquel nefasto viernes. Los asesinatos cometidos desde el 11 de octubre de 1968 hasta 1973 fueron sistemáticos, planificados y hacían parte de un bien diseñado plan de consolidación política del régimen nacido la trágica noche del viernes 11 de octubre de 1968.
En ese devenir perdieron la vida o desaparecieron del mundo de los vivos desde Floyd Britton hasta Héctor Gallego. La muerte de Rita Wald, y el garrafal error del asesinato de Hugo Spadafora, fueron un simple mantenimiento del régimen de terror iniciado el 11 de octubre de 1968 y que, al menos por su característica masiva y sistemática, no prescriben y se inscriben en la categoría y grado de “genocidio” por razones políticas. Si se toma en consideración que la población del país no llegaba al medio millón de personas y que en el país no se daba una verdadera situación de guerra interna, captamos con mayor claridad en lo expuesto el grado de genocidio.
Cualesquiera otros muertitos militares o civiles inscritos en la fecha señalada entran dentro de esta categoría de genocidio, por tanto, no existe prescripción alguna. Entonces, no es de extrañar que quienes desde el mundo civil prestaron su sapiencia para torcer la justicia y denigrar las instituciones desde la Presidencia de la República, con presidentes desechables, hasta la Corte Suprema, con magistrados sin magistratura, hoy día desde otra trinchera se empeñen en que la sociedad no ajuste cuentas con quienes calumniaron, difamaron, corrompieron, denigraron a los ciudadanos y las instituciones del país. En una ocasión uno de éstos me espetó: “Serví 25 años en la guardia, y no me arrepiento de nada de lo que hice…”, y ¿es que acaso habrá hecho algo por lo cual deberá arrepentirse? De ser así, entonces, no solo debería pedir perdón sino pagar por su crimen.
Los resultados del régimen de Omar, en lo bueno que puede haber tenido, que es bastante (la recuperación del Canal), requiere una autocrítica profunda para que a todos nos quede claro que el fin no justifica los medios. Debemos empezar por eliminar el símbolo golpista de la bandera del partido de Omar (11 de la bandera PRD), tal vez sería el mejor desagravio a las víctimas de la más trapera puñalada a la vida institucional en Panamá. Mientras tanto, viene a mi memoria una consigna del Frente Estudiantil 15 de mayo, en plena lucha contra el gobierno de facto de Noriega: “ni olvido ni perdón; paredón”.
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